divendres, 29 de maig del 2015

EL CANTO DE LAS BALLENAS





Son dos las visitas obligadas en la isla de Pico. Una, al Museo dos Baleeiros (Rua dos Baleeiros, 13. 00 351 292 67 22 76), en Lajes, con fotografías, arpones, barcas, documentos y otros objetos que narran cómo era aquí la vida años atrás, cuando los balleneros que poblaban cada localidad de ésta y alguna de las otras islas buscaban con sus arpones en mano a ballenas o cachalotes. La segunda visita obligada es la del Museo de la Industria Ballenera, en São Roque do Pico, que nada tiene que ver con el anterior. Ocupa el lugar de los antiguos astilleros balleneros que funcionaron entre los años 1946 y 1984. Su valor resulta incuestionable: está considerado internacionalmente como uno de los mejores museos industriales de su género, donde se exhiben calderas, hornos, maquinaria y otros utensilios usados en el aprovechamiento y transformación de los cetáceos en aceite, harina y otros productos. En su soledad actual resulta realmente escalofriante.


Fue en el año 1987 cuando se cazó el último cachalote en las Azores, con el método artesanal que empleaban los protagonistas de la novela Moby Dick, obra de Herman Melville. Pero fue mucho tiempo antes, en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando las islas portuguesas entraron a formar parte de la leyenda. Entonces, los navíos de las compañías balleneras americanas comenzaron a hacer escala en sus puertos durante sus largas travesías tras los cetáceos. En aquellas paradas cubrían sus bajas con arponeros azoreños, rudos, valientes y acostumbrados a las inclemencias del tiempo en altamar. Pero más tarde los propios marineros de la isla idearon su personal sistema de caza avistando a sus presas desde las torres vigías instaladas en los acantilados de la costa. Tras otear al gigante del mar, partían en su búsqueda en grandes embarcaciones de remos y perfectamente armados.

Hoy en día, quienes viajan en los barcos que se adentran en el océano no van cargados con arpones sino con cámaras fotográficas. Los balleneros con más suerte lograron reciclarse tras la prohibición y convertirse en guías profesionales, de esos que hacen las delicias de la gente al narrar sus aventuras mientras surcan las olas. Cuando uno de ellos exclama “¡Baleia à vista!”, todo el mundo es capaz de sentir por unos instantes un nudo en la garganta, nervios, mucha tensión. Por el archipiélago de las Azores pasan más de 20 especies distintas de cetáceos, entre golfinhos (delfines), cachalotes y roncales. Y sí, es posible verlos a una distancia prudencial, sobre todo durante los meses de abril a octubre. Muchas son las empresas que organizan excursiones para que los profanos en la materia puedan sentirse por unas horas como auténticos lobos de mar, como protagonistas de una película.




La semana de los balleneros
Aunque, para ello, quizás lo mejor sea participar en la Semana dos Baleeiros, la gran fiesta que tiene lugar a finales del mes de agosto en Lajes do Pico, declarada Patrimonio Ballenero, un título que exhibe con mucho orgullo. Durante esos días –en los que también se rinden honores a Nuestra Señora de Lourdes, la gran patrona salvadora– se abren las llamadas Casas do Botes, donde se guardan el resto del año las canoas conocidas como Flechas do Pico, con las que los antiguos cazadores echaban su particular carrera a los demás para ver quién era el primero en clavarle un arpón al enemigo de turno. Pero aún hay otras localidades en Pico que mantienen intacta su vinculación con el pasado, como Calheta do Nesquim, antiguo e importante puerto, típica base ballenera, con lanchas de remolque y elegantes canoas. En este lugar nació el primer armazón para la caza del cachalote.
Existen casi dos docenas de operadores que tienen su sede no sólo en Pico. También hay algunas repartidas por São Miguel, Faial y São Jorge. El interés por el whale watching se ha convertido en una de las principales fuentes de ingresos de las islas, que aún esconden más tesoros relacionados con este tema. El más sorprendente, el scrimshaw, una curiosa técnica que consiste en tatuar sobre hueso blanqueado al sol y marfil diversas escenas de caza y de la vida diaria de los marineros. El taller del holandés John van Opstal (Banda da Vila, 17), en Horta, es toda una maravilla. Y también el museo del Café de Peter, ubicado en la misma localidad, con una espectacular colección de dientes grabados.


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