Luis de Góngora y Argote (nacido Luis de Argote y Góngora) (Córdoba, 11 de julio de 1561-ibídem, 23 de mayo de 1627) fue un poeta y dramaturgo español del Siglo de Oro, máximo exponente de la corriente literaria conocida más tarde, y con simplificación perpetuada a lo largo de siglos, como culteranismo
o gongorismo, cuya obra será imitada tanto en su siglo como en los
siglos posteriores en Europa y América. Como si se tratara de un clásico
latino, sus obras fueron objeto de exégesis ya en su misma época.
Biografía
Nació
en la antigua calle de Las Pavas en una casa propiedad de su tío
Francisco Góngora, racionero de la catedral, situada en el lugar que hoy
ocupa el número 10 de la calle, aunque siguen existiendo dudas sobre
estos datos. Era hijo del juez de bienes confiscados por el Santo Oficio
de Córdoba don Francisco de Argote y de la dama de la nobleza Leonor de
Góngora. Estudió en la Universidad de Salamanca, donde llamó ya entonces la atención como poeta, tomó órdenes menores en 1575 y fue canónigo beneficiado de la catedral cordobesa, donde fue amonestado ante el obispo Pacheco
por acudir pocas veces al coro y por charlar en él, así como por acudir
a diversiones profanas y componer versos satíricos. Desde 1589 viajó en
diversas comisiones de su cabildo por Navarra, León (Salamanca), Andalucía y por ambas Castillas (Madrid, Granada, Jaén, Cuenca o Toledo). Compuso entonces numerosos sonetos, romances y letrillas satíricas y líricas, y músicos como Diego Gómez, Gabriel Díaz o Claudio de la Sablonara le buscaron para musicar estos poemas.
Durante una estancia en la Corte de Valladolid se enemistó con Quevedo,
a quien acusó de imitar su poesía satírica bajo pseudónimo. En 1609
regresó a Córdoba y empezó a intensificar la tensión estética y el
barroquismo de sus versos. Entre 1610 y 1611 escribió la Oda a la toma de Larache y en 1613 el Polifemo, un poema en octavas que parafrasea un pasaje mitológico de las Metamorfosis de Ovidio, tema que ya había sido tratado por su coterráneo Luis Carrillo y Sotomayor en su Fábula de Acis y Galatea; el mismo año divulgó en la Corte su poema más ambicioso, las incompletas Soledades.
Este poema desató una gran polémica a causa de su oscuridad y
afectación y le creó una gran legión de seguidores, los llamados poetas culteranos (Salvador Jacinto Polo de Medina, fray Hortensio Félix Paravicino, Francisco de Trillo y Figueroa, Gabriel Bocángel, el conde de Villamediana, sor Juana Inés de la Cruz, Pedro Soto de Rojas, Miguel Colodrero de Villalobos, Anastasio Pantaleón de Ribera...) así como enemigos entre conceptistas como Francisco de Quevedo o clasicistas como Lope de Vega, Lupercio Leonardo de Argensola y Bartolomé Leonardo de Argensola. Algunos de estos, sin embargo, llegaron con el tiempo a militar entre sus defensores, como Juan de Jáuregui. El caso es que su figura se revistió de aún mayor prestigio, hasta el punto de que Felipe III le nombró capellán real en 1617. Para desempeñar tal cargo, se trasladó a Madrid y vivió en la Corte hasta 1626,
arruinándose para conseguir cargos y prebendas a casi todos sus
familiares; al año siguiente, en 1627, perdida la memoria, marchó a
Córdoba, donde murió de una apoplejía en medio de una extrema pobreza. Velázquez lo retrató con frente amplia y despejada, y por los pleitos, los documentos y las sátiras de su gran enemigo, Francisco de Quevedo, se sabe que era jovial, sociable, hablador y amante del lujo y de entretenimientos como los naipes y la tauromaquia,
hasta el punto de que se le llegó a reprochar frecuentemente lo poco
que dignificaba los hábitos eclesiásticos. En la época fue tenido por
maestro de la sátira, aunque no llegó a los extremos expresionistas de Quevedo ni a las negrísimas tintas de Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana,
que fue amigo suyo y uno de sus mejores discípulos poéticos; siendo
este tan difícil de contentar, le dedicó un gran elogio llamándolo rara avis in terra.
En sus poesías se solían distinguir dos períodos. En el tradicional
hace uso de los metros cortos y temas ligeros. Para ello usaba décimas, romances, letrillas, etc. Este período duró hasta el año 1610, en que cambió rotundamente para volverse culterano, haciendo uso de metáforas difíciles, muchas alusiones mitológicas, cultismos, hipérbatos, etc., pero Dámaso Alonso
demostró que estas dificultades estaban ya presentes en su primera
época y que la segunda es solamente una intensificación de estos
recursos realizada por motivos estéticos.
Obras
Aunque Góngora no publicó sus obras (un intento suyo en 1623 no
fructificó), éstas pasaron de mano en mano en copias manuscritas que se
coleccionaron y recopilaron en cancioneros, romanceros y antologías
publicados con su permiso o sin él. El manuscrito más autorizado es el
llamado Manuscrito Chacón (copiado por Antonio Chacón, Señor de Polvoranca, para el conde-duque de Olivares),
ya que contiene aclaraciones del propio Góngora y la cronología de cada
poema; pero este manuscrito, habida cuenta del alto personaje al que va
destinado, prescinde de las obras satíricas y vulgares. El mismo año de
su muerte Juan López Vicuña publicó ya unas Obras en verso del Homero español que se considera también muy fiable e importante en la fijación del corpus gongorino; sus atribuciones suelen ser certeras; aun así, fue recogida por la Inquisición y después superada por la de Gonzalo de Hoces en 1633. Por otra parte, las obras de Góngora, como anteriormente las de Juan de Mena y Garcilaso de la Vega, gozaron el honor de ser ampliamente glosadas y comentadas por personajes de la talla de Díaz de Rivas, Pellicer, Salcedo Coronel, Salazar Mardones, Pedro de Valencia y otros.
Aunque en sus obras iniciales ya encontramos el típico conceptismo del barroco,
Góngora, cuyo talante era el de un esteta descontentadizo («el mayor
fiscal de mis obras soy yo», solía decir), quedó inconforme y decidió
intentar según sus propias palabras «hacer algo no para muchos» e
intensificar aún más la retórica y la imitación de la poesía latina clásica introduciendo numerosos cultismos y una sintaxis basada en el hipérbaton
y en la simetría; igualmente estuvo muy atento a la sonoridad del
verso, que cuidaba como un auténtico músico de la palabra; era un gran
pintor de los oídos y llenaba epicúreamente sus versos de matices
sensoriales de color, sonido y tacto. Es más, mediante lo que Dámaso Alonso, uno de sus principales estudiosos, llamó elusiones y alusiones,
convirtió cada uno de sus poemas últimos menores y mayores en un oscuro
ejercicio para mentes despiertas y eruditas, como una especie de
adivinanza o emblema intelectual que causa placer en su desciframiento. Es la estética barroca que se llamó en su honor gongorismo
o, con palabra que ha hecho mejor fortuna y que tuvo en su origen un
valor despectivo por su analogía con el vocablo luteranismo, Culteranismo, ya que sus adversarios consideraban a los poetas culteranos unos auténticos herejes de la poesía.
La crítica desde Marcelino Menéndez Pelayo
ha distinguido tradicionalmente dos épocas o dos maneras en la obra de
Góngora: el «Príncipe de la Luz», que correspondería a su primera etapa
como poeta, donde compone sencillos romances y letrillas alabados
unánimemente hasta época Neoclásica, y el «Príncipe de las Tinieblas»,
en que a partir de 1610, en que compone la oda A la toma de Larache
se vuelve autor de poemas oscuros e ininteligibles. Hasta época
romántica esta parte de su obra fue duramente criticada e incluso
censurada por el mismo neoclásico Ignacio de Luzán. Esta teoría fue rebatida por Dámaso Alonso,
quien demostró que la complicación y la oscuridad ya están presentes en
su primera época y que como fruto de una natural evolución llegó a los
osados extremos que tanto se le han reprochado. En romances como la Fábula de Píramo y Tisbe y en algunas letrillas aparecen juegos de palabras, alusiones, conceptos y una sintaxis
latinizante, si bien estas dificultades aparecen enmascaradas por la
brevedad de sus versos, su musicalidad y ritmo y por el uso de formas y
temas tradicionales.
Poemas
Se suele agrupar su poesía en dos bloques, poemas menores y mayores,
correspondientes más o menos a dos etapas poéticas sucesivas. En su
juventud, Góngora compuso numerosos romances, de inspiración literaria, como el de Angélica y Medoro,
de cautivos, de tema pícaro o de tono más personal y lírico, algunos de
ellos de carácter autobiográfico en los que narra sus recuerdos
infantiles, y también numerosas letrillas
líricas, satíricas o religiosas y romances burlescos. La gran mayoría
son una constante acumulación de juegos conceptistas, equívocos, paronomasias, hipérboles y juegos de palabras típicamente barrocos. Entre ellos se sitúa el largo romance Fábula de Píramo y Tisbe (1618), complejísimo poema que fue el que costó más trabajo a su autor y tenía en más estima, y donde se intenta elevar la parodia,
procedimiento típicamente barroco, a categoría tan artística como las
demás, pero ya pertenece a su etapa última. La mayor parte de las
letrillas están dirigidas, como en Quevedo, a escarnecer a las damas
pedigüeñas y a atacar el deseo de riquezas. Merecen también su lugar las
sátiras contra distintos escritores, especialmente Quevedo o Lope de Vega, género en que solo tuvo competidores en el mismo Francisco de Quevedo o el conde de Villamediana.
Junto a estos poemas, a lo largo de su vida, Góngora no dejó de
escribir perfectos sonetos sobre todo tipo de temas (amorosos,
satíricos, morales, filosóficos, religiosos, de circunstancias,
polémicos, laudatorios, funerarios), auténticos objetos verbales
autónomos por su intrínseca calidad estética y donde el poeta cordobés
explora distintas posibilidades expresivas del estilo que está forjando o
llega a presagiar obras venideras, como el famoso «Descaminado,
enfermo, peregrino…», que anuncia las Soledades. Entre los tópicos usuales (carpe diem,
etc.) destacan, sin embargo, como de más trágica grandeza los
consagrados a revelar los estragos de la vejez, la pobreza y el paso del
tiempo por el poeta, que son los últimos: "Menos solicitó veloz
saeta...", "En este occidental, en este, ¡Oh Licio!..." etc.
Los poemas mayores fueron, sin embargo, los que ocasionaron la
revolución culterana y el tremendo escándalo subsiguiente, ocasionado
por la gran oscuridad de los versos de esta estética. Son la Fábula de Polifemo y Galatea (1612) y las incompletas e incomprendidas Soledades (la primera compuesta antes de mayo de 1613). El primero narra mediante la estrofa octava real un episodio mitológico de las Metamorfosis de Ovidio, el de los amores del cíclope Polifemo por la ninfa Galatea, que le rechaza. Al final, Acis, el enamorado de Galatea,
queda convertido en río. Se ensaya ahí ya el complejo y difícil estilo
culterano, lleno de simetrías, transposiciones, metáforas de metáforas o metáforas puras, hipérbaton, perífrasis, giros latinos, cultismos,
alusiones y elusiones de términos, procurando sugerir más que nombrar y
dilatando la forma de manera que el significado se desvanezca a medida
que va siendo descifrado.
Soledades
Las Soledades iba a ser un poema en silvas,
dividido en cuatro partes, correspondientes cada una alegóricamente a
una edad de la vida humana y a una estación del año, y serían llamadas Soledad de los campos, Soledad de las riberas, Soledad de las selvas y Soledad del yermo.
Pero Góngora solo compuso la dedicatoria al duque de Béjar y las dos
primeras, aunque dejó inconclusa esta última, de la cual los últimos 43
versos fueron añadidos bastante tiempo después. La estrofa no era nueva,
pero sí era la primera vez que se aplicaba a un poema tan extenso. Su
forma, de carácter aestrófico, era la que daba más libertad al poeta,
que de esa manera se acercaba cada vez más al verso libre y hacía
progresar la lengua poética hasta extremos que solo alcanzarían los
poetas del Parnasianismo y el Simbolismo francés en el siglo XIX.
El argumento de la Soledad primera es bastante poco convencional, aunque se inspira en un episodio de la Odisea, el de Nausícaa:
un náufrago joven llega a una costa y es recogido por unos cabreros.
Pero este argumento es solo un pretexto para un auténtico frenesí
descriptivo: el valor del poema es lírico más que narrativo, como señaló
Dámaso Alonso, aunque estudios más recientes reivindican su relevancia
narrativa. Góngora ofrece una naturaleza arcádica, donde todo es
maravilloso y donde el hombre puede ser feliz, depurando estéticamente
su visión, que sin embargo es rigurosamente materialista y epicúrea
(intenta impresionar los sentidos del cuerpo, no solo el espíritu), para
hacer desaparecer todo lo feo y desagradable. De esa manera, mediante
la elusión, una perífrasis hace desaparecer una palabra fea y
desagradable (la cecina se transforma en «purpúreos hilos de grana fina»
y los manteles en «nieve hilada», por ejemplo).
Las Soledades causaron un gran escándalo por su atrevimiento
estético y su oscuridad hiperculta, y a veces tras este debate es el
disgusto ante la temática homosexual. Las atacaron Francisco de Quevedo, Lope de Vega, el conde de Salinas y Juan de Jáuregui (quien compuso un ponderado Antídoto contra las Soledades y un Ejemplar poético
contra ellas, pero sin embargo acabó profesando la misma o muy
semejante doctrina), entre otros muchos ingenios, pero también contó con
grandes defensores y seguidores, como Francisco Fernández de Córdoba, abad de Rute, el conde de Villamediana, Gabriel Bocángel, Miguel Colodrero de Villalobos, Agustín de Salazar y, más allá del Atlántico, Juan de Espinosa Medrano, Hernando Domínguez Camargo y sor Juana Inés de la Cruz. El influjo de Góngora se extendió todavía más en el tiempo, hasta el punto de que su paisano José de León y Mansilla compuso e imprimió una Soledad tercera en 1718 y Rafael Alberti ("Soledad tercera", en Cal y canto, 1927) y Federico García Lorca (Soledad insegura) escribieron dos más ya en el siglo XX. Con las Soledades,
la lírica castellana se enriqueció con nuevos vocablos y nuevos y
poderosos instrumentos expresivos, dejando la sintaxis más suelta y
libre que hasta entonces.
Los poemas de Góngora merecieron los honores de ser comentados poco
después de su muerte como clásicos contemporáneos como lo habían sido
tiempo atrás los de Juan de Mena y Garcilaso de la Vega en el siglo XVI. Los comentaristas más importantes fueron José García de Salcedo Coronel, autor de una edición comentada en tres volúmenes (1629-1648), José Pellicer de Ossau, quien compuso unas Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Gongora y Argote (1630) o Cristóbal de Salazar Mardones, autor de una Ilustración y defensa de la fábula de Piramo y Tisbe
(Madrid, 1636). En el siglo XVIII y XIX, sin embargo, se reaccionó
contra este barroquismo extremo, en un primer momento utilizando el
estilo para temas bajos y burlescos, como hizo Agustín de Salazar,
y poco después, en el siglo XVIII, relegando la segunda fase de la
lírica gongorina y sus poemas mayores al olvido. Sin embargo, por obra
de la Generación del 27
y en especial por su estudioso Dámaso Alonso, el poeta cordobés pasó a
constituirse en un modelo admirado también por sus complejos poemas
mayores. A tal extremo llegó la admiración que incluso se intentó la
continuación del poema, con fortuna en el caso de Alberti (Soledad tercera).
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