Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, bautizado el 6 de junio de 1599-Madrid, 6 de agosto de 1660), conocido como Diego Velázquez, fue un pintor barroco español considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y maestro de la pintura universal.
Pasó sus primeros años en Sevilla, donde desarrolló un estilo naturalista de iluminación tenebrista, por influencia de Caravaggio y sus seguidores. A los 24 años se trasladó a Madrid, donde fue nombrado pintor del rey Felipe IV y cuatro años después fue ascendido a pintor de cámara,
el cargo más importante entre los pintores de la corte. A esta labor
dedicó el resto de su vida. Su trabajo consistía en pintar retratos
del rey y de su familia, así como otros cuadros destinados a decorar
las mansiones reales. Su presencia en la corte le permitió estudiar la
colección real de pintura que, junto con las enseñanzas de su primer
viaje a Italia,
donde conoció tanto la pintura antigua como la que se hacía en su
tiempo, fueron influencias determinantes para evolucionar a un estilo de
gran luminosidad, con pinceladas rápidas y sueltas. En su madurez, a
partir de 1631, pintó de esta forma grandes obras como La rendición de Breda. En su última década su estilo se hizo más esquemático y abocetado, alcanzando un dominio extraordinario de la luz. Este período se inauguró con el Retrato del papa Inocencio X, pintado en su segundo viaje a Italia, y a él pertenecen sus dos últimas obras maestras: Las meninas y Las hilanderas.
Su catálogo consta de unas 120 o 130 obras. El reconocimiento como pintor universal se produjo tardíamente, hacia 1850. Alcanzó su máxima fama entre 1880 y 1920, coincidiendo con la época de los pintores impresionistas franceses, para los que fue un referente. Manet
se sintió maravillado con su obra y le calificó como «pintor de
pintores» y «el más grande pintor que jamás ha existido». La parte
fundamental de sus cuadros que integraban la colección real se conserva
en el Museo del Prado en Madrid.
Reseña biográfica
Primeros años en Sevilla
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez fue bautizado el 6 de junio de 1599 en la iglesia de San Pedro de Sevilla.
Sobre la fecha de su nacimiento, Bardi se aventura a decir, sin dar más
detalles, que probablemente nació el día anterior a su bautizo, es
decir, el 5 de junio de 1599.
Sus padres fueron Juan Rodríguez de Silva, nacido en Sevilla, aunque de origen portugués (sus abuelos paternos, Diego Rodríguez y María Rodríguez de Silva, se habían establecido en la ciudad procedentes de Oporto), y Jerónima Velázquez, sevillana de nacimiento. Se habían casado en la misma iglesia de San Pedro el 28 de diciembre de 1597. Diego, el primogénito, sería el mayor de ocho hermanos.
Velázquez, como su hermano Juan, también «pintor de imaginería»,
adoptó el apellido de su madre según la costumbre extendida en Andalucía, aunque hacia la mitad de su vida firmó también en ocasiones «Silva Velázquez», utilizando el segundo apellido paterno.
Se ha afirmado que la familia figuraba entre la pequeña hidalguía de la ciudad.
Sin embargo, y a pesar de las pretensiones nobiliarias de Velázquez, no
hay pruebas suficientes que lo confirmen. El padre, tal vez hidalgo,
era notario eclesiástico, oficio que solo podía corresponder a los
niveles más bajos de la nobleza y, según Camón Aznar, debió de vivir con
suma modestia, próxima a la pobreza. El abuelo materno, Juan Velázquez Moreno, era calcetero, oficio mecánico incompatible con la nobleza, aunque pudo destinar algunos ahorros a inversiones inmobiliarias.
Los allegados del pintor alegaban como prueba de hidalguía que, desde
1609, la ciudad de Sevilla había comenzado a devolverle a su bisabuelo
Andrés la tasa que pesaba sobre «la blanca de la carne», impuesto al
consumo que solo debían pagar los pecheros,y en 1613 comenzó a hacerse lo mismo con el padre y el abuelo. El
propio Velázquez quedó exento de su pago desde que alcanzó la mayoría de
edad. Sin embargo, esta exención no fue juzgada suficiente acreditación
de nobleza por el Consejo de Órdenes Militares cuando en la década de los cincuenta
se abrió el expediente para determinar la supuesta hidalguía de
Velázquez, reconocida únicamente al abuelo paterno, de quien se decía
que había sido tenido por tal en Portugal y Galicia.
Aprendizaje
La Sevilla en que se formó el pintor era la ciudad más rica y poblada de España, así como la más cosmopolita y abierta del Imperio. Disponía del monopolio del comercio con América y tenía una importante colonia de comerciantes flamencos e italianos. También era una sede eclesiástica de gran importancia y disponía de grandes pintores.
Su talento afloró a edad muy temprana. Recién cumplidos los diez años, según Antonio Palomino, comenzó su formación en el taller de Francisco Herrera el Viejo, pintor prestigioso en la Sevilla del siglo XVII,
pero de muy mal carácter y al que el joven alumno no habría podido
soportar. La estancia en el taller de Herrera, que no ha podido ser
documentada, hubo de ser necesariamente muy corta, pues en octubre de 1611 Juan Rodríguez firmó la «carta de aprendizaje» de su hijo Diego con Francisco Pacheco, obligándose con él por un periodo de seis años, a contar desde diciembre de 1610, cuando pudo haber tenido lugar la incorporación efectiva al taller del que sería su suegro.
En el taller de Pacheco, pintor vinculado a los ambientes
eclesiásticos e intelectuales de Sevilla, Velázquez adquirió su primera
formación técnica y sus ideas estéticas.
El contrato de aprendizaje fijaba las habituales condiciones de
servidumbre: el joven aprendiz, instalado en la casa del maestro, debía
servirle «en la dicha vuestra casa y en todo lo demás que le dixéredes e
mandáredes que le sea onesto e pusible de hazer», mandatos que solían incluir moler los colores, calentar las colas, decantar los barnices, tensar los lienzos y armar bastidores entre otras obligaciones.
El maestro, a cambio, se obligaba a dar al aprendiz comida, casa y
cama, a vestirle y calzarle, y a enseñarle el «arte bien e cumplidamente
según como vos lo sabéis sin le encubrir dél cosa alguna».
Los pintores de los que fue aprendiz
Pacheco era un hombre de amplia cultura, autor de un importante tratado, El arte de la pintura, que no llegó a ver publicado en vida. Como pintor era bastante limitado, fiel seguidor de los modelos de Rafael y Miguel Ángel, interpretados de forma dura y seca. Sin embargo, como dibujante realizó excelentes retratos a lápiz. Aun así, supo dirigir a su discípulo y no limitar sus capacidades. Pacheco es más conocido por sus escritos y por ser el maestro de
Velázquez que como pintor. En su importante tratado, publicado
póstumamente en 1649 e imprescindible para conocer la vida artística española de la época, se muestra fiel a la tradición idealista del anterior siglo XVI
y poco proclive a los progresos de la pintura naturalista flamenca e
italiana. Sin embargo, muestra su admiración por la pintura de su yerno y
elogia los bodegones con figuras de marcado carácter naturalista que pintó en sus primeros años. Tenía un gran prestigio entre el clero y era muy influyente en los círculos literarios sevillanos que reunían a la nobleza local.
Así describió Pacheco este periodo de aprendizaje: «Con esta
doctrina [del dibujo] se crio mi yerno, Diego Velásques de Silva siendo
muchacho, el cual tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía
de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin
perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y
realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la
certeza en el retratar».
No se ha conservado ningún dibujo de los que debió realizar de
este aprendiz, pero es significativa la repetición de las mismas caras y
personas en algunas de sus obras de esta época (véase por ejemplo el muchacho de la izquierda en Vieja friendo huevos o en El aguador de Sevilla).
Justi,
el primer gran especialista sobre el pintor, consideraba que en el
breve tiempo que pasó con Herrera debió transmitirle el impulso inicial
que le dio grandeza y singularidad. Le debió enseñar la «libertad de
mano», que Velázquez no alcanzaría hasta años más tarde en Madrid,
aunque la ejecución libre era ya un rasgo conocido en su tiempo y
anteriormente se había encontrado en el Greco.
Posiblemente su primer maestro le sirviese de ejemplo en la búsqueda de
su propio estilo, pues las analogías que se encuentran entre los dos
son solo de carácter general. En las primeras obras de Diego se
encuentra un dibujo estricto atento a percibir la exactitud de la
realidad del modelo, de plástica severa, totalmente opuesto a los
contornos sueltos de la tumultuosa fantasía de las figuras de Herrera.
Continuó su aprendizaje con un maestro totalmente diferente. Así como
Herrera era un pintor nato muy temperamental, Pacheco era culto pero
poco pintor, que lo que más valoraba era la ortodoxia. Justi concluía al
comparar sus cuadros que Pacheco ejerció poca influencia artística en
su discípulo.7 Mayor influencia hubo de ejercer sobre él en los aspectos teóricos, tanto de carácter iconográfico, por ejemplo en su defensa de la Crucifixión con cuatro clavos, como en lo que se refiere al reconocimiento de la pintura como un arte noble y liberal, frente al carácter meramente artesanal con que era percibida por la mayoría de sus contemporáneos.
Debe advertirse, con todo, que de haber sido discípulo de Herrera
el Viejo, lo habría sido en los inicios de su carrera, cuando este
contaba alrededor de veinte años y ni siquiera se había examinado como
pintor, lo que solo haría en 1619 y precisamente ante Francisco Pacheco. Jonathan Brown, que no toma en consideración la supuesta etapa de formación con Herrera, apunta otra posible influencia temprana, la de Juan de Roelas,
presente en Sevilla durante los años de aprendizaje de Velázquez.
Habiendo recibido importantes encargos eclesiásticos, Roelas introdujo
en Sevilla el incipiente naturalismo escurialense, distinto del practicado por el joven Velázquez.
Sus comienzos como pintor
Terminado el periodo de aprendizaje, el 14 de marzo de 1617 aprobó ante Juan de Uceda y Francisco Pacheco el examen que le permitía incorporarse al gremio de pintores de Sevilla. Recibió licencia para ejercer como «maestro de imaginería y al óleo», pudiendo practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y contratar aprendices.
La escasa documentación conservada de su etapa sevillana, relativa casi
exclusivamente a asuntos familiares y transacciones económicas, que
indican cierta holgura familiar, solo ofrecen un dato relacionado con su
oficio de pintor: el contrato de aprendizaje que Alonso Melgar, padre
de Diego Melgar, de trece o catorce años, firmó en los primeros días de
febrero de 1620 con Velázquez para que este le enseñase su oficio.
Antes de cumplir los 19 años, el 23 de abril de 1618,
se casó en Sevilla con Juana Pacheco, hija de Francisco Pacheco, que
tenía 15 años pues había nacido el 1 de junio de 1602. En Sevilla
nacieron sus dos hijas: Francisca, bautizada el 18 de mayo de 1619, e Ignacia, bautizada el 29 de enero de 1621.
Era frecuente entre los pintores de Sevilla de su época unirse por
vínculos de parentesco, formando así una red de intereses que facilitaba
trabajos y encargos.
Su gran calidad como pintor se manifestó ya en sus primeras obras realizadas con solo 18 o 19 años, bodegones con figuras como El almuerzo del Museo del Ermitage de San Petersburgo, o la Vieja friendo huevos de la National Gallery of Scotland de Edimburgo, de asunto y técnica totalmente ajenos a cuanto se hacía en Sevilla,
opuestos además a los modelos y preceptos teóricos de su maestro, quien
no obstante iba a hacer, a raíz de ellos, una defensa del género
pictórico del bodegón:
¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos, de que hablaremos luego, halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso ejemplo.
En estos primeros años desarrolló una extraordinaria maestría, en la
que se pone de manifiesto su interés por dominar la imitación del
natural, consiguiendo la representación del relieve y de las calidades,
mediante una técnica de claroscuro que recuerda el naturalismo de Caravaggio, aunque no es probable que el joven Velázquez pudiera haber llegado a conocer ninguna de las obras del pintor italiano.En sus cuadros una fuerte luz dirigida acentúa los volúmenes y objetos
sencillos que aparecen destacados en primer plano. El cuadro de género o
bodegón, de procedencia flamenca, de los que Velázquez pudo conocer los
grabados de Jacob Matham, y la llamada pittura ridicola, practicada en el norte de Italia por artistas como Vincenzo Campi,
con su representación de objetos cotidianos y tipos vulgares, pudieron
servirle para desarrollar estos aspectos tanto como la iluminación
claroscurista. Prueba de la temprana recepción en España de pinturas de
este género se encuentra en la obra de un modesto pintor de Úbeda llamado Juan Esteban.
Además, el primer Velázquez pudo conocer obras del Greco, de su discípulo Luis Tristán,
practicante de un personal claroscurismo, y de un actualmente mal
conocido retratista, Diego de Rómulo Cincinnato, del que se ocupó
elogiosamente Pacheco.
El Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña,
evidenciarían el conocimiento de los dos primeros. La clientela
sevillana, mayoritariamente eclesiástica, demandaba temas religiosos,
cuadros de devoción y retratos, por lo que también la producción del pintor en este tiempo se volcó en los encargos religiosos, como la Inmaculada Concepción de la National Gallery de Londres y su pareja, el San Juan en Patmos, procedentes del convento de carmelitas calzados de Sevilla, de acusado sentido volumétrico y un manifiesto gusto por las texturas de los materiales; la Adoración de los Magos del Museo del Prado o la Imposición de la casulla a San Ildefonso del Ayuntamiento de Sevilla.
Velázquez, sin embargo, abordó en ocasiones los temas religiosos de la
misma forma que sus bodegones con figuras, como ocurre en el Cristo en casa de Marta y María de la National Gallery de Londres o en La cena de Emaús de la National Gallery of Ireland, también conocida como La mulata, de la que una réplica posiblemente autógrafa en el Instituto de Arte de Chicago suprime el motivo religioso, reducido a bodegón profano. Esa forma de interpretar el natural le permitió llegar al fondo de los
personajes, demostrando tempranamente una gran capacidad para el
retrato, transmitiendo la fuerza interior y temperamento de los
retratados. Así en el retrato de sor Jerónima de la Fuente de 1620,
del que se conocen dos ejemplares de gran intensidad, donde transmite
la energía de esa monja que con 70 años partió de Sevilla para fundar un
convento en Filipinas.
Se consideran obras maestras de esta época la Vieja friendo huevos de 1618 y El aguador de Sevilla
realizada hacia 1620. En la primera demuestra su maestría en la hilera
de objetos de primera fila mediante una luz fuerte e intensa que destaca
superficies y texturas. El segundo, cuadro que llevó a Madrid y regaló a
Juan Fonseca, quien le ayudó a posicionarse en la corte, tiene
excelentes efectos: el gran jarro de barro capta la luz en sus estrías
horizontales mientras pequeñas gotas de agua transparentes resbalan por
su superficie.
Primer estilo
Sus obras, en especial sus bodegones, tuvieron gran influencia en los
pintores sevillanos contemporáneos, existiendo gran cantidad de copias e
imitaciones de ellos. De las veinte obras que se conservan de este
periodo, nueve se pueden considerar bodegones.
Rápido reconocimiento en la corte
En 1621 murió en Madrid Felipe III y el nuevo monarca, Felipe IV, favoreció a un noble de familia sevillana, Gaspar de Guzmán, luego conde-duque de Olivares, que se convirtió en poco tiempo en el todopoderoso valido
del rey. Olivares abogó por que la corte estuviera integrada
mayoritariamente por andaluces. Pacheco debió entenderlo como una gran
oportunidad para su yerno, procurándose los contactos oportunos para que
Velázquez fuese presentado en la corte, a donde iba a viajar so
pretexto de conocer las colecciones de pintura de El Escorial. Su primer viaje a Madrid tuvo lugar en la primavera de 1622. Velázquez debió de ser presentado a Olivares por Juan de Fonseca o por Francisco de Rioja, pero según relata Pacheco «no se pudo retratar al rey aunque se procuró», por lo que el pintor regresó a Sevilla antes de fin de año. A quien sí retrató por encargo de Pacheco, que preparaba un Libro de retratos, fue al poeta Luis de Góngora, que era capellán del rey.
Gracias a Fonseca, Velázquez pudo visitar las colecciones reales de pintura, de enorme calidad, donde Carlos I y Felipe II habían reunido cuadros de Tiziano, Veronés, Tintoretto y los Bassano. Según Julián Gállego,
entonces debió comprender la limitación artística de Sevilla y que
además de la imitación de la naturaleza existía «una poesía en la
pintura y una belleza en la entonación».
El estudio posterior de la colección real, especialmente los tizianos,
tuvo una decisiva influencia en la evolución estilística del pintor, que
pasó del naturalismo austero de su época sevillana y de las severas
gamas terrosas a la luminosidad de los grises plata y azules
transparentes en su madurez.
Poco más tarde, los amigos de Pacheco, principalmente Juan de
Fonseca, que era capellán real y había sido canónigo de Sevilla,
consiguieron que el conde-duque llamase a Velázquez para retratar al
rey. Así lo relató Pacheco:
El de 1623 fue llamado [a Madrid] del mesmo don Juan (por orden del Conde Duque); hospedóse en su casa, donde fue regalado y servido, y hizo su retrato. Llevólo a palacio aquella noche un hijo del conde de Peñaranda, camarero del Infante Cardenal, y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenóse que retratase al infante, pero pareció más conveniente hacer el de su Majestad primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones; en efecto se hizo en 30 de agosto, 1623, a gusto de Su Majestad, y de los Infantes y del Conde Duque, que afirmó no haber retratado al rey hasta entonces; y lo mismo sintieron todos los señores que lo vieron. Hizo también de camino un bosquexo del Príncipe de Gales, que le dio cien escudos.
Ninguno de estos retratos se conserva, aunque se ha querido identificar un discutido Retrato de caballero (Detroit Institute of Arts) con el de Juan de Fonseca. Tampoco se conoce el del príncipe de Gales, futuro Carlos I,
excelente aficionado a la pintura y que había llegado a Madrid de
incógnito para concertar su matrimonio con la infanta María, hermana de
Felipe IV, operación que no prosperó. Las obligaciones protocolarias de
esta visita debieron de ser las que retrasaran el primer retrato del
rey, que por la precisa datación de Pacheco, el 30 de agosto, debió de
ser un boceto para elaborarlo en el taller. Pudo servir de base para un
primer y también perdido retrato ecuestre, que en 1625
se expuso en la calle Mayor, «con admiración de toda la corte e invidia
de los de l'arte», de lo que Pacheco se declara testigo. Cassiano dal Pozzo, secretario del cardenal Barberini, a quien acompañó en su visita a Madrid en 1626, informa de su colocación en el Salón Nuevo del Alcázar formando pareja con el célebre retrato de Carlos V a caballo en Mühlberg de Tiziano, testimoniando la «grandeza» del caballo «è un bel paese» (un bello paisaje), que según Pacheco habría sido pintado del natural, como todo lo demás.
Todo indica que el joven monarca, seis años menor que Velázquez, que había recibido clases de dibujo de Juan Bautista Maíno,
supo apreciar de inmediato las dotes artísticas del sevillano.
Consecuencia de ese primer encuentro con el rey fue que en octubre de 1623 se ordenó a Velázquez trasladar su lugar de residencia a Madrid, siendo nombrado pintor del rey con un sueldo de veinte ducados al mes, ocupando la vacante de Rodrigo de Villandrando que había fallecido el año anterior.
Ese sueldo, que no incluía la remuneración que le pudiese corresponder
por sus pinturas, se vio pronto incrementado con otras concesiones,
incluido un beneficio eclesiástico en las Canarias por valor de 300 ducados anuales, otorgado a petición del conde-duque por el papa Urbano VIII.
La rápida ascensión de Velázquez provocó el resentimiento de los pintores más veteranos, como Vicente Carducho y Eugenio Cajés, que lo acusaban de ser solo capaz de pintar cabezas. Según escribió Jusepe Martínez, esto provocó la realización de un concurso en 1627 entre Velázquez y los otros tres pintores reales: Carducho, Cajés y Angelo Nardi. El ganador sería elegido para pintar el lienzo principal del Salón Grande del Real Alcázar de Madrid. El motivo del cuadro era La expulsión de los moriscos de España. El jurado, presidido por Juan Bautista Maíno,
entre los bocetos presentados declaró vencedor a Velázquez. El cuadro
fue colgado en este edificio y se perdió posteriormente en el incendio
del mismo (Nochebuena de 1734).
Este concurso contribuyó al cambio del gusto de la corte, abandonando
el viejo estilo de pintura y aceptando la nueva pintura.
En marzo de 1627 juró el cargo de ujier de cámara, otorgado quizá por el triunfo en este concurso, con un sueldo de 350 ducados anuales, y desde 1628 ostentó el cargo de pintor de cámara, vacante a la muerte de Santiago Morán, considerado el cargo más importante entre los pintores de la corte. Su trabajo principal consistía en realizar los retratos de la familia
real, por lo que estos representan una parte significativa de su
producción. Otro trabajo era pintar cuadros para decorar los palacios
reales, lo que le dio una mayor libertad en la elección de temas y en
cómo representarlos, libertad de la que no gozaban los pintores comunes,
atados a los encargos y a la demanda del mercado. Velázquez podía
aceptar también encargos particulares, y consta que en 1624 cobró de doña Antonia de Ipeñarrieta por los retratos que le pintó de su esposo fallecido, del rey y del conde-duque, pero desde que se trasladó a Madrid solo aceptó encargos de miembros influyentes de la corte. Se sabe que pintó varios retratos del rey y del conde-duque, algunos
para ser enviados fuera de España, como los dos retratos ecuestres que
en mayo de 1627 fueron enviados a Mantua por el embajador en Madrid de los Gonzaga, algunos de los cuales se perdieron en el incendio del Alcázar de 1734.
Entre las obras conservadas de este periodo destaca especialmente El triunfo de Baco, popularmente conocido como Los borrachos, su primera composición mitológica, por la que en julio de 1629 cobró 100 ducados de la casa del rey. En él la antigüedad clásica
se representa de forma vigorosa y cotidiana como una reunión de
campesinos de su tiempo reunidos alegremente para beber, donde todavía
persisten algunos modos sevillanos. Entre los retratos de los miembros
de la familia real destaca El infante Don Carlos (Museo del
Prado), de aspecto galán y algo indolente. De los retratos no
pertenecientes a la familia real puede destacarse el inacabado Retrato de hombre joven de la Alte Pinakothek de Múnich. También podría pertenecer a este momento El geógrafo del Museo de Bellas Artes de Rouen, inventariado en 1692
en la colección del marqués del Carpio como «un retrato de una vara de
un filósofo estándose riendo con un globo, original de Diego Velázquez».
Identificado también como Demócrito y alguna vez atribuido a Ribera,
con cuyo estilo guarda estrecha semejanza, provoca cierta perplejidad a
la crítica por el modo diverso como en él se tratan manos y cabeza, con
una pincelada muy suelta, y la manera más apretada del resto de la
composición, lo que se explicaría por una reelaboración de aquellas
partes en torno a 1640.
Su técnica en este periodo valora más la luz en función del color
y la composición. En los retratos de los monarcas, según indicó
Palomino, debía reflejar «la discreción e inteligencia del artífice,
para saber elegir, a la luz o el contorno más grato... que en los
soberanos es menester gran arte, para tocar sus defectos, sin peligrar
en la adulación o tropezar en la irreverencia». Son las normas propias
del «retrato de corte» a las que el pintor se obliga para dar al
retratado el aspecto que mejor responda a la dignidad de su persona y de
su condición. Pero Velázquez limita el número de atributos
tradicionales del poder (reducidos a la mesa, el sombrero, el toisón o
la empuñadura de la espada) para incidir en el tratamiento del rostro y
las manos, más iluminados y sometidos progresivamente a un mayor
refinamiento. Muy característico en su obra, como ocurre en el Retrato de Felipe IV de negro
(Museo del Prado), es la tendencia a repintar rectificando lo hecho, lo
que dificulta la datación precisa de sus obras. Esto constituye lo que
se denominan «arrepentimientos», achacables a la ausencia de estudios
previos y a un modo lento de trabajar, dado el carácter flemático del
pintor, según lo definió el propio rey. Pasado el tiempo lo antiguo que
quedó debajo y sobre lo que se pintó, surge de nuevo de forma fácilmente
perceptible. En este retrato del rey se comprueba en las piernas y el
manto, pero las radiografías revelan que el retrato fue repintado por completo, hacia 1628, introduciendo sutiles variaciones sobre el retrato subyacente, del que existe otra copia posiblemente autógrafa en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, algunos años anterior. De igual forma se percibe en muchos retratos posteriores, sobre todo de los monarcas.
En 1628 Rubens llegó a Madrid para realizar gestiones diplomáticas
y permaneció en la ciudad casi un año. Se sabe que pintó del orden de
diez retratos de la familia real, en su mayor parte perdidos. Al
compararse los retratos de Felipe IV realizados por ambos pintores, las
diferencias son notables: Rubens pintó al rey de forma alegórica, mientras Velázquez lo representaba como la esencia del poder. Picasso lo analizó así: «el Felipe IV de Velázquez es persona distinta del Felipe IV de Rubens». Rubens en este viaje copió también obras de la colección de pintura del rey, especialmente de Tiziano. Ya en otras ocasiones había copiado sus obras, pues Tiziano
representaba para él una de sus principales fuentes de inspiración y
estímulo. Esta labor de copia fue especialmente intensa en la corte de
Felipe IV, que poseía la más importante colección de obras del
veneciano. Las copias que hizo Rubens fueron adquiridas por Felipe IV y previsiblemente inspiraron también a Velázquez.
Rubens y Velázquez ya habían colaborado en cierta forma antes de
este viaje a Madrid, al servirse el flamenco de un retrato de Olivares
pintado por Velázquez para proporcionar el dibujo de un grabado
realizado por Paulus Pontius e impreso en Amberes en 1626,
en el que el marco alegórico fue diseñado por Rubens y la cabeza por
Velázquez. El sevillano lo debió ver pintar los retratos reales y copias
de Tiziano, siendo una gran experiencia para él observar la ejecución
de esos cuadros de los dos pintores que más influencia tendrían en su
propia obra. Pacheco afirmaba, en efecto, que Rubens en Madrid había
tenido poco trato con pintores excepto con su yerno, con quien visitó
las colecciones de El Escorial, estimulándole, según Palomino, a viajar a
Italia. Para Harris no hay duda de que esta relación inspiró su primer cuadro alegórico, Los borrachos. Sin embargo Calvo Serraller
precisa que aunque la mayoría de los especialistas han interpretado la
visita de Rubens como la primera influencia decisiva que sufrió la
pintura de Velázquez, nada hay que demuestre un cambio sustancial en su
estilo en este momento. Para Calvo Serraller lo que sí es casi seguro es
que Rubens impulsó el primer viaje a Italia, pues al poco de marcharse
de la corte española en mayo de 1629 Velázquez obtuvo el permiso para realizar su viaje. Según los representantes italianos en España este viaje era para completar sus estudios.
Primer viaje a Italia
Así pues, después de la marcha de Rubens y seguramente influido por él, Velázquez solicitó licencia al rey para viajar a Italia a completar sus estudios. El 22 de julio de 1629
le concedieron para el viaje dos años de salario, 480 ducados, y además
disponía de otros 400 ducados por el pago de varios cuadros. Velázquez
viajó con un criado, y llevaba cartas de recomendación para las
autoridades de los lugares que quería visitar.
Este viaje a Italia representó un cambio decisivo en su pintura.
Desde el siglo anterior muchos artistas de toda Europa viajaban a Italia
para conocer el centro de la pintura europea admirado por todos, un
anhelo compartido también por Velázquez. Además, Velázquez era el pintor
del rey de España, y por ello se le abrieron todas las puertas,
pudiendo contemplar obras que solo estaban al alcance de los más
privilegiados.
Partió del puerto de Barcelona en la nave de Espínola, general genovés al servicio del rey español, que volvía a su tierra. El 23 de agosto de 1629 la nave arribó a Génova, de donde sin apenas detenerse marchó a Venecia,
donde el embajador español le gestionó visitas a las principales
colecciones artísticas de los distintos palacios. Según Palomino, copió
obras de Tintoretto. Como la situación política era delicada en la ciudad, permaneció allí poco tiempo y partió hacia Ferrara, donde se encontraría con la pintura de Giorgione; se desconoce el efecto que le produjo la obra de este gran innovador.
Después estuvo en Cento, interesado en conocer la obra de Guercino,
que pintaba sus cuadros con una iluminación muy blanca, trataba a sus
figuras religiosas como personajes corrientes y era un gran paisajista. Para Julián Gállego, la obra de Guercino fue la que más ayudó a Velázquez a encontrar su estilo personal.
En Roma, el cardenal Francesco Barberini, a quien había tenido ocasión de retratar en Madrid, le facilitó la entrada a las estancias vaticanas, en las que dedicó muchos días a la copia de los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Después se trasladó a Villa Médici,
en las afueras de Roma, donde copió su colección de escultura clásica.
No solo estudió a los maestros antiguos; en aquel momento se encontraban
activos en Roma los grandes pintores del barroco Pietro da Cortona, Andrea Sacchi, Nicolas Poussin, Claudio de Lorena y Gian Lorenzo Bernini.
No hay testimonio directo de que Velázquez contactase con ellos, pero
existen importantes indicios de que conoció de primera mano las
novedades del mundo artístico romano.
La asimilación del arte italiano en el estilo de Velázquez se comprueba en La fragua de Vulcano y La túnica de José, lienzos pintados en este momento por iniciativa propia sin encargo de por medio. En La fragua de Vulcano,
aunque persisten elementos del periodo sevillano, se advierte una
ruptura importante con su pintura anterior. Algunos de esos cambios se
aprecian en el tratamiento espacial: la transición hacia el fondo es
suave y el intervalo entre figuras está muy medido. También en las
pinceladas, aplicadas antes en capas de pintura opaca y ahora con una
imprimación muy ligera, de modo que la pincelada es fluida y los toques
de luz producen sorprendentes efectos entre las zonas iluminadas y las
sombras. Así el pintor contemporáneo Jusepe Martínez concluía: «vino muy mejorado en cuanto a perspectiva y arquitectura se refiere».
En Roma pintó también dos pequeños paisajes en el jardín de Villa Médici: La entrada a la gruta y El Pabellón de Cleopatra-Ariadna,
pero no existe acuerdo entre los historiadores sobre el momento de su
ejecución. Quienes sostienen que pudo pintarlos durante el primer viaje,
singularmente López-Rey, se apoyan en que el pintor vivió en Villa Médici en el verano de 1630,
mientras que la mayoría de los especialistas han preferido retrasar la
fecha de su realización al segundo viaje, por considerar muy avanzada su
técnica bocetística, casi impresionista.
Los estudios técnicos realizados en el Museo del Prado, si bien en este
caso no son concluyentes, avalan sin embargo la ejecución en torno a
1630. Según Pantorba, se propuso captar dos fugaces «impresiones» a la manera como lo haría Monet dos siglos después. El estilo de estos cuadros ha sido frecuentemente comparado con los paisajes romanos que Corot pintó en el siglo XIX. La novedad de estos paisajes radica no tanto en sus asuntos como en su
ejecución. Los estudios de paisajes tomados del natural eran una
práctica poco frecuente, utilizada solo por algunos artistas holandeses
establecidos en Roma. Algo después, también Claudio de Lorena realizó de
ese modo algunos conocidos dibujos. Pero, a diferencia de todos ellos,
Velázquez iba a emplear directamente el óleo, emulando en su ejecución
la técnica informal del dibujo.
Permaneció en Roma hasta el otoño de 1630, y regresó a Madrid pasando por Nápoles, donde hizo el retrato de la reina de Hungría (Museo del Prado). Allí pudo conocer a José de Ribera, que se encontraba en su plenitud pictórica.
Madurez en Madrid
Concluido su primer viaje a Italia, estaba en posesión de una técnica
extraordinaria. Con 32 años inició su periodo de madurez. En Italia
había completado su proceso formativo estudiando las obras maestras del Renacimiento y su educación pictórica era la más amplia que un pintor español había recibido hasta la fecha.
Desde principios de 1631, de nuevo en Madrid, volvió a su principal tarea de pintor de retratos reales en un periodo de amplia producción. Según Palomino, inmediatamente después de su regreso a la corte se
presentó al conde-duque, quien le ordenó acudir a dar las gracias al rey
por no haberse dejado retratar por otro pintor en su ausencia. También
se le aguardaba para retratar al príncipe Baltasar Carlos, nacido durante su estancia en Roma, al que retrató en al menos seis ocasiones. Estableció su taller en el Alcázar y tuvo ayudantes. Al mismo tiempo,
prosiguió su ascenso en la corte, no exento de litigios: en 1633 recibió una vara de alguacil de corte, ayuda de guardarropa de su majestad en 1636, ayuda de cámara en 1643
y superintendente de obras un año más tarde. La documentación,
relativamente abundante para esta etapa, recogida por Pita Andrade,
presenta, sin embargo, lagunas importantes en lo relativo a su labor
artística.
En 1631 entró en su taller un joven ayudante de veinte años, Juan Bautista Martínez del Mazo, nacido en Cuenca, del que nada se sabe de su primera formación como pintor. Mazo se casó el 21 de agosto de 1633 con la hija mayor de Velázquez, Francisca, que tenía 15 años de edad. En 1634
su suegro le cedió su puesto de ujier de cámara, para asegurar el
futuro económico de Francisca. Mazo apareció desde entonces
estrechamente unido a Velázquez, como su ayudante más importante, pero
sus propias obras no pasarían de ser copias o adaptaciones del maestro
sevillano, destacando, según el aragonés Jusepe Martínez, por su habilidad en la pintura de pequeñas figuras. Su destreza al copiar las obras de su maestro, destacada por Palomino, y su intervención en algunas obras de Velázquez, que habían quedado sin
terminar a su muerte, ha originado ciertas incertidumbres, pues todavía
hay discusiones entre los críticos sobre la atribución de ciertos
cuadros a Velázquez o a Mazo.
En 1632 pintó un Retrato del príncipe Baltasar Carlos que se conserva en la Colección Wallace de Londres, derivado de un retrato anterior, El príncipe Baltasar Carlos con un enano, terminado en 1631. Para José Gudiol,
este segundo retrato representa el comienzo de una nueva etapa en la
técnica de Velázquez, que en una larga evolución le llevó hasta sus
últimas pinturas, mal llamadas «impresionistas». En algunas zonas de
este cuadro, especialmente en el vestido, Velázquez deja de modelar la
forma, tal como es, para pintar según la impresión visual. Buscaba de
este modo la simplificación del trabajo pictórico, pero esto exigía un
conocimiento profundo de cómo se producen los efectos de luz en las
cosas representadas en la pintura. Se precisa también una gran
seguridad, una gran técnica y un instinto considerable para poder elegir
los elementos dominantes y principales, aquellos que permitirían al
espectador apreciar con exactitud todos los detalles como si hubiesen
sido pintados de verdad detalladamente. Precisa también de un dominio
total del claroscuro para dar la sensación de volumen. Esta técnica se
consolidó en el retrato Felipe IV de castaño y plata, donde, mediante una disposición irregular de toques claros, se sugieren los bordados del traje del monarca.
Participó en los dos grandes proyectos decorativos del periodo: el nuevo Palacio del Buen Retiro, impulsado por Olivares, y la Torre de la Parada, un pabellón de caza del rey en las proximidades de Madrid.
Para el Palacio del Buen Retiro, Velázquez realizó entre 1634 y 1635 una serie de cinco retratos ecuestres de Felipe III, Felipe IV, las esposas de ambos y el príncipe heredero. Estos decoraban los testeros (extremos) del gran Salón de Reinos,
concebido con la finalidad de exaltar a la monarquía española y a su
soberano. Para sus muros laterales se encargó también una amplia serie
de lienzos con batallas mostrando las victorias recientes de las tropas
españolas. Velázquez realizó uno de ellos, La rendición de Breda, el llamado también Las lanzas. Tanto el retrato de Felipe IV a caballo como el del príncipe
se encuentran entre las obras maestras del pintor. Quizás en los otros
tres retratos ecuestres pudo recibir ayuda de su taller, pero de todas
formas se observa en los mismos detalles de suma destreza que pertenecen
a la mano de Velázquez. La disposición de los retratos ecuestres del
rey Felipe IV, la reina y el príncipe Baltasar Carlos en el Salón de
Reinos, ha sido reconstruida por Brown apoyándose en descripciones de la
época. El retrato del príncipe, el futuro de la monarquía, se
encontraba entre los de sus padres:
Hacia 1634, y con destino también al Palacio del Buen Retiro,
Velázquez habría realizado un grupo de retratos de bufones y "hombres de
placer" de la corte. El inventario de 1701
menciona seis cuadros verticales de cuerpo entero que podrían haber
servido para decorar una escalera o una habitación inmediata al cuarto
de la reina. De ellos únicamente tres pueden identificarse con certeza,
todos ellos conservados en el Museo del Prado: Pablo de Valladolid, El bufón llamado don Juan de Austria y El bufón Cristóbal de Castañeda como Barbarroja. Uno más, El portero Ochoa, se conoce por copias, y podría haber pertenecido a esta serie el llamado Calabacillas con un molinete, del Museo de Arte de Cleveland, de autografía debatida y estilísticamente anterior. Otros dos lienzos con bufones sentados decoraban sobreventanas de la
sala de la reina en la Torre de la Parada, descritos en los inventarios
como sendos enanos, uno de ellos «en traje de filósofo» y en actitud de
estudio, identificado con Diego de Acedo, el Primo, y el otro, un bufón sentado con una baraja que se puede reconocer en Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas. La misma procedencia podría tener El bufón Calabacillas sentado. Otros dos retratos de bufones fueron inventariados en 1666 por Juan Martínez del Mazo en el Alcázar: El Primo, que debió de perderse en el incendio de 1734, y El bufón don Sebastián de Morra, pintado hacia 1644.
Mucho se ha escrito sobre estas series de bufones en las que retrató
compasivamente sus carencias físicas y psíquicas. Resueltos en unos
espacios inverosímiles, pudo en ellos realizar experimentos estilísticos
con absoluta libertad.
Entre sus cuadros religiosos de este periodo destacan San Antonio y San Pablo ermitaño, pintado para su ermita en los jardines del palacio del Buen Retiro, y el Cristo crucificado
pintado para el convento de San Plácido. Según Azcárate, en este Cristo
reflejó su religiosidad expresada en un cuerpo idealizado y sereno de
formas sosegadas y bellas.
La década de 1630 fue para Velázquez la de mayor actividad con los pinceles; casi un tercio de su catálogo pertenece a este periodo. Hacia 1640
esta intensa producción disminuyó drásticamente, y ya no se recuperó en
el futuro. No se conoce con seguridad el motivo de tal descenso en la
actividad, si bien parece probable que se viese acaparado en labores
cortesanas al servicio del rey, que le ayudaron a ganar una mejor
posición social, pero que le restaron tiempo para pintar.
Como superintendente de obras, debía ocuparse además en tareas de
conservación y dirigir las reformas que se hacían en el Real Alcázar. Entre 1642 y 1646 hubo además de acompañar a la corte en las «jornadas de Aragón». Allí pintó un nuevo retrato del rey «de la forma que entró en Lérida»
para conmemorar el levantamiento del cerco puesto a la ciudad por el
ejército francés, enviado inmediatamente a Madrid y expuesto en público a
petición de los catalanes de la corte. Es el llamado Felipe IV en Fraga, por la ciudad oscense
donde se pintó, en el que Velázquez alcanzó un notable equilibrio entre
la meticulosidad de la cabeza y los centelleantes brillos de la
indumentaria.
Velázquez ocupó en 1643
el puesto de ayuda de cámara, que suponía el máximo reconocimiento de
los favores reales, dado que era una de las personas más próximas al
monarca. Después de este nombramiento, se sucedieron una serie de
desgracias personales, la muerte de su suegro y maestro Francisco
Pacheco, el 27 de noviembre de 1644, sumadas a las acontecidas en la corte: las rebeliones de Cataluña y Portugal
en 1640, caída del poder del que había sido su protector: el valido del
rey, el Conde-Duque de Olivares, junto con la derrota de los tercios españoles en la batalla de Rocroi en 1643; la muerte de la reina Isabel en 1644; y por último la defunción, en 1646, del príncipe heredero Baltasar Carlos, a los 17 años de edad; harían de estos unos años difíciles también para Velázquez.
Segundo viaje a Italia
Velázquez llegó a Málaga a principios de diciembre de 1648, desde donde embarcaría con una pequeña flota el 21 de enero de 1649 en dirección a Génova, permaneciendo en Italia hasta mediados de 1651, con el fin de adquirir pinturas y esculturas antiguas para el rey. También debía contratar a Pietro da Cortona para pintar al fresco varios techos de estancias que se habían reformado en el Real Alcázar de Madrid. Al no poder comprar esculturas antiguas tuvo que conformarse con encargar copias en bronce mediante vaciados
o moldes obtenidos de originales famosos. Tampoco pudo convencer a
Pietro da Cortona para realizar los frescos del Alcázar, y en su lugar
contrató a Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli, expertos en la pintura de trampantojo.
Este trabajo de gestión, más que el propiamente creativo, le absorbió
mucho tiempo; viajó buscando pinturas de maestros antiguos,
seleccionando esculturas antiguas para copiar y obteniendo los permisos
para hacerlo. Otra vez realizó un recorrido por los principales estados
italianos en dos etapas: la primera le llevó hasta Venecia, donde adquirió obras de Veronés y Tintoretto para el monarca español; la segunda, tras instalarse en Roma, a Nápoles, donde se reencontró con Ribera e hizo provisión de fondos antes de retornar a la Ciudad Eterna.
En Roma, a comienzos de 1650, fue elegido miembro de las dos principales organizaciones de artistas: la Academia de San Lucas en enero, y la Congregazione dei Virtuosi del Panteón el 13 de febrero. La pertenencia a la Congregación de los Virtuosos le daba derecho a exponer en el pórtico del Panteón el 19 de marzo, día de San José, donde expuso su retrato de Juan Pareja (Museo Metropolitano de Arte de Nueva York).
El retrato de Pareja fue pintado antes del realizado al papa Inocencio X. Victor Stoichita estima que Palomino relató esto de la forma que mejor le convino, alterando la cronología y acentuando el mito:
Cuando se determinó retratarse al Sumo Pontífice, quiso prevenirse antes con el ejercicio de pintar una cabeza del natural; hizo la de Juan Pareja, esclavo suyo y agudo pintor, tan semejante, y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado, y al original, con admiración y asombro, sin saber con quién habían de hablar, o quién había de responder (...) contaba Andrés Esmit ... que siendo estilo que el día de San José se adorne el claustro de la Rotunda [el Panteón de Agripa] (donde está enterrado Rafael de Urbino) con pinturas insignes antiguas, y modernas, se puso este retrato con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad; en cuya atención fue recibido Velázquez por Académico romano, año de 1650.
Destaca Stoichita la leyenda forjada a lo largo de los años alrededor
de este retrato y sobre la base de este texto en varios niveles: la
contraposición entre el retrato-ensayo del esclavo y el retrato final
con la grandeza del papa;
las imágenes expuestas en un espacio casi sagrado (en la tumba de
Rafael, príncipe de los pintores); el aplauso universal de todos los
pintores de diferentes naciones al contemplarlo entre insignes pinturas
antiguas y modernas.
En realidad, se sabe que entre un retrato y otro pasaron algunos meses,
dado que Velázquez no retrató al papa hasta agosto de ese año y, por
otra parte, su admisión como académico había tenido lugar antes de su
exposición.
Sobre Juan de Pareja, esclavo y ayudante de Velázquez, se sabe que era morisco, «de generación mestiza y de color extraño» según Palomino. Se desconoce en qué momento pudo entrar en contacto con el maestro, pero en 1642 firmó ya como testigo en un poder otorgado por Velázquez. Fue testigo nuevamente en 1647 y lo volvió a ser en 1653, firmando en esta ocasión el poder para testar de Francisca Velázquez, hija del pintor.
Según Palomino, Pareja ayudaba a Velázquez en tareas mecánicas, como
moler los colores y preparar los lienzos, sin que el maestro, en razón
de la dignidad del arte, le permitiese ocuparse nunca en cuestiones de
pintura o dibujo. Sin embargo, Pareja aprendió a pintar a escondidas de
su dueño. En 1649 acompañó a Velázquez en su segundo viaje a Italia, donde lo retrató y, según se sabe por un documento publicado, el 23 de noviembre de 1650, todavía en Roma, le otorgó la carta de libertad, con obligación de seguir sirviendo al pintor cuatro años más.
El retrato más importante que pintó en Roma fue el del papa Inocencio X. Gombrich
considera que Velázquez debió sentir el gran reto de tener que pintar
al papa, y sería consciente al contemplar los retratos que Tiziano y
Rafael realizaron a anteriores papas, considerados obras maestras, que
sería recordado y comparado con estos maestros. Velázquez, de igual
forma, hizo un gran retrato, interpretando con seguridad la expresión
del papa y la calidad de sus ropas.
El excelente trabajo en el retrato del papa desencadenó que otros
miembros de la curia papal deseasen retratos suyos de la mano de
Velázquez. Palomino dice que realizó siete de personajes que cita, dos
no identificados y otros que quedaron inacabados, un volumen de
actividad bastante sorprendente en Velázquez, tratándose de un pintor
que se prodigaba muy poco.
Muchos críticos adjudican la Venus del espejo a esta etapa en Italia. Velázquez debió de realizar al menos otros dos desnudos femeninos, probablemente otras dos Venus, una de ellas citada en el inventario de los bienes que dejaba a su muerte. El tema del tocador de Venus había sido tratado anteriormente por dos
de los maestros que más influencia tuvieron en la pintura velazqueña:
Tiziano y Rubens, pero por sus implicaciones eróticas
creaba serias reticencias en España. Cabe recordar que Pacheco
aconsejaba a los pintores que se viesen obligados a pintar un desnudo
femenino utilizar a mujeres honestas como modelos para cabeza y manos,
imitando lo demás de estatuas o grabados.
La Venus de Velázquez aporta al género una nueva variante: la diosa se
encuentra tendida de espaldas y muestra su rostro al espectador
reflejado en el espejo.
Jenifer Montagu descubrió un documento notarial que acreditaba la existencia en 1652
de un hijo romano de Velázquez, Antonio de Silva, hijo natural y cuya
madre se desconoce. Los estudiosos han especulado sobre ello y Camón Aznar apuntó que pudo ser la modelo que posó para el desnudo de la Venus del espejo,
que quizás fuese la que Palomino llamaba Flaminia Triunfi, «excelente
pintora», a la que habría retratado Velázquez. De esta supuesta pintora,
sin embargo, no se tiene ninguna otra noticia, aunque Marini sugiere
que quizás se pueda identificar con Flaminia Triva, de veinte años,
hermana y colaboradora de Antonio Domenico Triva, discípulo de Guercino.
La correspondencia que se conserva muestra las continuas demoras
de Velázquez para retrasar el fin del viaje. Felipe IV estaba impaciente
y deseaba su vuelta. En febrero de 1650 escribió a su embajador en Roma
para que le urgiese en el regreso: «pues conoceis su flema, y que sea
por mar, y no por tierra, porque se podría ir deteniendo y más con su
natural». Velázquez seguía en Roma a finales de noviembre. El conde de Oñate comunicó su marcha el 2 de diciembre y a mediados de mes se comunicó su paso por Módena. Sin embargo, hasta mayo de 1651 no embarcó en Génova.
Última década: su cumbre pictórica
En junio de 1651 regresó a Madrid con numerosas obras de arte. Poco después, Felipe IV
lo nombró Aposentador Real, lo que le encumbró en la corte y añadió
fuertes ingresos que se sumaron a los que ya recibía como pintor, ayuda
de cámara, superintendente y en concepto de pensión. Aparte recibía las
cantidades estipuladas por los cuadros que realizaba.
Sus cargos administrativos le absorbieron cada vez más, incluido el de
Aposentador Real, que le quitaron gran cantidad de tiempo para
desarrollar su labor pictórica. Aun así, a este periodo corresponden algunos de sus mejores retratos y sus obras magistrales Las meninas y Las hilanderas.
La llegada de la nueva reina, Mariana de Austria, motivó la realización de varios retratos. También la infanta casadera María Teresa
fue retratada en varias ocasiones, pues debía enviarse su imagen a los
posibles esposos a las cortes europeas. Los nuevos infantes, nacidos de
Mariana, también originaron varios retratos, sobre todo Margarita, nacida en 1651.
En el final de su vida pintó sus dos composiciones más grandes y complejas, sus obras La fábula de Aracné (1658), conocida popularmente como Las hilanderas, y el más celebrado y famoso de todos sus cuadros, La familia de Felipe IV o Las meninas
(1656). En ellos vemos su estilo último, donde parece representar la
escena mediante una visión fugaz. Empleó pinceladas atrevidas que de
cerca parecen inconexas, pero contempladas a distancia adquieren todo su
sentido, anticipándose a la pintura de Manet y a los impresionistas del siglo XIX, en los que tanto influyó su estilo.
Las interpretaciones de estas dos obras han originado multitud de
estudios y son consideradas dos obras maestras de la pintura europea.
Los dos últimos retratos oficiales que pintó del rey son muy diferentes de los anteriores. Tanto el busto del Museo del Prado como el debatido de la National Gallery son dos retratos íntimos donde aparece vestido de negro y solo en el segundo con el toisón de oro.
Según Harris, reflejan el decaimiento físico y moral del monarca, del
cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no lo retrataba, y así mostró
el mismo Felipe IV sus reticencias a dejarse pintar: «no me inclino a
pasar por la flema de Velázquez, como por no verme ir envejeciendo».
El último encargo que recibió del rey Felipe IV fue la realización en 1659 de cuatro escenas mitológicas para el Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid, donde se colocaron junto a obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Rubens, los pintores preferidos del monarca. De las cuatro pinturas (Apolo y Marsias, Adonis y Venus, Psique y Cupido, y Mercurio y Argos)
solo se conserva en la actualidad la última, sita en el Museo del
Prado, resultando destruidas las otras tres en el incendio del Real
Alcázar la Nochebuena de 1734, ya en tiempos de Felipe V.
Durante ese incendio se perdieron más de quinientas obras de maestros
de la pintura y el edificio quedó reducido a escombros, hasta que cuatro
años más tarde en su solar se comenzó a edificar el Palacio Real de Madrid.
La calidad de la tela conservada, y lo infrecuente que entre los
pintores españoles de la época eran los temas tratados en estas escenas,
que por su naturaleza incluirían desnudos, hace especialmente grave la
pérdida de estas tres pinturas.
Retratos de los infantes
De acuerdo a la mentalidad de su época, Velázquez deseaba alcanzar la nobleza, y procuró ingresar en la Orden de Santiago, contando para ello con el favor real, que el 12 de junio de 1658, le hizo merced del hábito de caballero. Para ser admitido, sin embargo, el pretendiente debía probar que sus
antepasados directos habían pertenecido también a la nobleza, no
contándose entre ellos judíos ni conversos.
Por tal motivo, el Consejo de Órdenes Militares abrió en julio una
investigación sobre su linaje, tomando declaración a 148 testigos. De
forma muy significativa, muchos de ellos afirmaron que Velázquez no
vivía de la pintura, sino de su trabajo en la corte, llegando a decir
algunos de los más allegados, pintores también, que nunca había vendido
un cuadro. A principios de abril de 1659
el Consejo dio por concluida la recogida de informes, rechazando la
pretensión del pintor al no encontrarse acreditada la nobleza de su
abuela paterna ni de sus abuelos maternos. En estas circunstancias solo
la dispensa del papa podía lograr que Velázquez fuese admitido en la
Orden. A instancias del rey, el papa Alejandro VII dictó un breve apostólico el 9 de julio de 1659, ratificado el 1 de octubre, otorgándole la dispensa solicitada, y el rey le concedió la hidalguía el 28 de noviembre, venciendo así la resistencia del Consejo de Órdenes, que en la misma fecha despachó en favor de Velázquez el ansiado título.
En 1660 el rey y la corte acompañaron a la infanta María Teresa a Fuenterrabía, cerca de la frontera francesa, donde se encontró con su nuevo esposo Luis XIV.
Velázquez, como aposentador real, se encargó de preparar el alojamiento
del séquito y de decorar el pabellón donde se produjo el encuentro. El
trabajo debió ser agotador y a la vuelta enfermó de viruela.
Cayó enfermo a finales de julio y, unos días después, el 6 de agosto de 1660 murió a las tres de la tarde en Madrid. Al día siguiente, 7 de agosto, fue enterrado en la desaparecida iglesia de San Juan Bautista, con los honores debidos a sus cargos y como caballero de la Orden de Santiago. Ocho días después, el 14 de agosto, falleció también su esposa Juana.
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